8 de diciembre de 2011

Amo




Amo los trenes, el olor del la madera húmeda, las búsquedas honestas, la valentía, las radios antiguas, las bicicletas, las montañas, la guitarra, los silencios, escuchar la onda corta, viajar, los poetas escondidos, la lluvia, el viento, los fracasados sonrientes todavía, la antigua telegrafía, caminar, los solitarios, los autos del 70, fumar de vez en cuando, reír a la suerte y a la mala suerte, reír de la muerte que me espera. Amo la humildad, amo las palabras dichas de un vacío a otro vacío, amo el puente que se extiende generosamente entre dos seres, amo todos los momentos que viví con lucidez o enloquecido, amo mi ignorancia, amo tener tantas preguntas, amo silbar por las calles, amo los pájaros, amo no haber sido un académico aburrido y amo haber sido un don nadie sin pretensiones, amo la pobreza que me libera, amo tener tan pocos amigos, el barro, el sol, la lluvia, las palabras sin pretensiones, las flores, viajar.

Amo no haber recibido premios que alentaran mi sueño.

Un Hombre cumple con su deber.










7 de diciembre de 2011

Cuatro mil trescientos ochenta días.



No pretendía una profesión complicada en el futuro. podía ser un maquinista de trenes, en el mejor de los casos Telegrafista de alguna olvidada oficina de correos, por allí, por donde el diablo perdió el poncho.

¿A quien no le maravilló ver rugir y resoplar una antigua locomotora a vapor? ¿Qué niño que creció cerca de la línea no saludó al Maquinista, cuando este asomaba un pedazo de su cuerpo al entrar en algún pueblo? ¿Quien no se estremeció al oír el claxon de una locomotora en los ecos que viajaban a los lejos, en las quebradas, por entre los cerros? Los maquinistas tenían ideas extrañas.

La conocí en la estación de trenes de Afquintue. El tren se detuvo circunstancialmente antes de seguir su curso hacia el norte, esperando el paso de su contrario. Fueron 15 minutos. Ella puso los ojos en mí. Yo giré la manivela del teléfono, anuncié la llegada del 1016, colgué, caminé hasta la ventanilla del vagón que daba a la ventana de mi oficina y todo sonrió de una sola vez.

-Bájate -le dijeron mis ojos-

-Súbete - me dijeron los de ella-.

-Voy a trabajar a Santiago, es lindo allí? me dijo, después de un silencio prolongado en que solo se escuchó el canto de un cucao.

Le dije cosas, todas pintadas de gris. Le regalé una provisión de mermelada de moras y el tren se alejó. Luego María se perdió detrás de los güalles frondosos. Después la vida transcurrió durante doce años.

Una tarde de invierno, sentado a la orilla del andén, vi una figura caminando por la vía férrea. Apareció de entre los güalles, con un modesto bolso colgado en su espalda. Era la misma María de aquel antiguo tren de antaño, vestida de blanco y un chaleco verde descolorido.

Había caminado a pie seiscientos cincuenta y tres kilómetros. Yo la había esperado cuatro mil trescientos ochenta días. Tres días después se deshojó como una margarita cansada de retener sus hojas frente al tiempo. La enterré bajo un Tilo frondoso en el cementerio local…

Abandoné el telégrafo. Me hice astronauta de locomotoras. Empujé vagones repletos de esperanzas, niños con sus narices pegadas a la ventanilla, hombres buscando un destino, vendedores de avellanas, manzanas, pequeños ladrones, mendigos de oficio, cantores y poetas, y es probable que muchas Marías en todos los estilos.

Mi nave la encontré 40 años más tarde entre los cerros cerca del mar… 



Fotografía: G. Clavijo