VIAJE A IXTLÁN
Incluyo en este diario blog el último capitulo de el libro “VIAJE a
IXTLAN” escrito por Carlos
Castaneda, autor de una extensa serie que relata sus experiencias con Juan Matus y Genaro, indios Yaquis al norte de México y hombres de Conocimiento.
XX. EL VIAJE A IXTLÁN
DON GENARO regresó a eso del medio día y,
siguiendo la sugerencia de don Juan, los tres fuimos en coche a la cordillera
donde yo estuve el día anterior. Caminamos por el mismo sendero que seguí, pero
en vez de detenernos en la meseta alta, como yo había hecho, continuamos
ascendiendo hasta alcanzar la parte superior de la cordillera más baja; luego
empezamos a descender a un valle llano.
Nos detuvimos a descansar en la cima de un
cerro alto. Don Genaro eligió el lugar. Automáticamente me senté, como siempre
he hecho en compañía de ambos, con don Juan a mi derecha y don Genaro a mi
izquierda, formando un triangulo.
El chaparral desértico había adquirido un
exquisito lustre húmedo. Se veía verde brillante tras una corta lluvia de
primavera.
-
Genaro te va a contar algo- me
dijo don Juan de repente. Te va a contar la historia de su primer encuentro con
su aliado ¿ No es cierto, Genaro ?
Había un matiz de ruego en la voz de don Juan.
Don Genaro me miró y contrajo los labios hasta que su boca parecía un agujero
redondo. Dobló la lengua contra el paladar y empezó a abrir y cerrar la boca como si tuviera
espasmos.
Don Juan lo miró y rió con fuerza. Yo no sabía
cómo tomar aquello.
-
¿Qué está haciendo? – pregunté a
don Juan.
-
¡ Es una gallina! – me dijo él.
-
¿ Una gallina?
-
Míra, mira su boca. Ese es el culo
de la gallina, y está a punto de poner un huevo.
Los espasmos de don Genaro parecieron
aumentar. Tenía en los ojos una expresión rara, de locura. Su boca se abrió
como si los espasmos dilataran el agujero redondo. Produjo con la garganta una
especie de graznido, dobló los brazos sobre el pecho con las manos hacia
adentro y luego, sin ninguna ceremonia,
escupió.
-
¡Carajo! No era un huevo, era un
pollo- dijo con expresión preocupada.
La postura de su cuerpo y la cara que tenía
eran tan ridículas que no pude menos que reir.
-Ahora que Genaro casi puso un huevo, a lo
mejor te cuenta su primer encuentro con
su aliado- insistió don Juan.
- A lo mejor- dijo don Genaro, sin interés.
Le supliqué que me lo contara.
Don Genaro se puso de pie, estiró los brazos y
la espalada. Sus huesos crujieron. Luego volvió a sentarse.
Era yo joven cuando me enfrenté por primera vez con mi aliado – dijo al fin-
Recuerdo que fue en las primeras horas de la tarde. Yo había estado en el campo
desde el amanecer e iba de vuelta a mi casa. De repente, el aliado salió y se
interpuso en mi camino. Me había estado esperando detrás de una mata y me
invitaba a luchar. Yo iba a salir corriendo, pero me vino la idea de que yo era
lo bastante fuerte para enfrentarme con él. De todos modos tuve miedo. Un
escalofrío me subió por la espalda y mi cuello se puso tieso como tabla. A
propósito, esta es siempre la señal de que uno está listo; digo, cuando el cuello
se pone duro.
Se abrió la camisa y me enseñó su espalda.
Tensó los musculos de su cuello, brazos y espalda. Noté la excelencia de su
musculatura. Era como si el recuerdo del encuentro hubiese activado cada
musculo en su torso.
En tal situación- prosiguió- , siempre hay que
cerrar la boca.
Se volvió a don Juan y dijo:
¿No es cierto?
Sí- dijo don Juan calmadamente-. El choque que
uno recibe al agarrar a un aliado es tan grande que uno podría arrancarse la
lengua de una mordida o romperse los dientes. El cuerpo debe estar recto y bien
plantado, y los pies deben agarrar el suelo.
Don Genaro se levantó y me enseñó la posición
correcta: el cuerpo ligeramente doblado en las rodillas, los brazos colgando a
los lados con los dedos curvados suavemente. Permaneció en esa postura un
instante, y cuando creí que se sentaría, se lanzó de súbito hacia adelante en
un salto estupendo, como si tuviera resortes en los talones. Su movimiento fue
tan repentino que caí de espaldas: pero al caer tuve la clara impresión que don
Genaro había agarrado a un hombre, o algo con forma de hombre.
Volví a sentarme. Don Genaro conservaba aún
una tremenda tensión en todo el cuerpo;
luego relajó abruptamente los músculos y volvió al lugar donde había
estado y tomó asiento.
Carlos acaba de ver ahorita a tu aliado – observó don Juan casualmente- pero
todavía está muy débil y se cayó.
¿De veras?- pregunto don Genaro en tono
ingenuo, y agrandó las fosas nasales.
Don Juan le aseguró que yo lo había “visto”.
Don Genaro volvió a saltar adelante, con tal
fuerza que caí de costado. Ejecutó su salto con tanta rapidez que no pude saber
cómo había alcanzado a ponerse en pie antes de lanzarse al frente.
Ambos rieron con fuerza y luego la risa de don
Juan se convirtió en un aullido indiscernible del de un coyote.
No creas que tienes que saltar como Genaro
para agarrar a tu aliado- dijo don Juan en tono de advertencia- . Genaro salta
tan bien porque tiene su aliado que lo ayuda. Todo lo que tienes que hacer es plantarte con firmeza para soportar el
impacto. Tienes que pararte como estaba Genaro
antes de saltar ; luego te avientas y agarras al aliado.
Primero tiene que besar su escapulario-
intervino don Genaro.
Don Juan con severidad fingida, dijo que yo no
llevaba escapularios.
¿ y sus cuadernos? – insistió don Genaro
(nota: se refiere a los cuadernos donde Carlos Castaneda tomaba apuntes y
escribía estos relatos) Tiene que hacer algo con sus cuadernos : ponerlos en
alguna parte antes de brincar, o a lo mejor los usa para pegarle al aliado.
Carajo!! - Dijo don Juan con sorpresa
aparentemente genuina-. Nunca se me había ocurrido. Es la primera vez que
alguien derriba a un aliado a cuadernazos.
Cuando la risa de don Juan y el auyido
coyotesco de don Genaro amainaron, todos estábamos de muy buen humor.
Qué pasó cuando agarró usted a su aliado, don
Genaro?- pregunté.
Fue una gran sacudida- dijo don Genaro tras un
titubeo momentáneo. Parecía haber estado ordenando sus pensamientos.
Nunca imaginé que sería así –prosiguó- Fue
algo, algo, algo… como nada que pueda yo decir. Después que lo agarré,
empezamos a dar vueltas. El aliado me hizo dar vueltas, pero yo no lo solté.
Giramos por el aire tan rápido y tan fuerte que yo ya no veía nada. Todo era
como una nube. Dimos vueltas, y vueltas, y más vueltas. De repente sentí que
estaba parado otra vez en el suelo. Me miré. El aliado no me había matado.
Estaba yo entero. ¡ Era yo mismo! Supe entonces que había triunfado. Por fin
tenía un aliado. Me puse a saltar de
alegría. Qué sensación! Qué sensación aquélla!
Luego miré alrededor para averiguar dónde
estaba. No conocía por ahí. Pensé que el aliado debía haberme llevado por los
aires para tirarme en algún sitio, muy lejos del lugar donde empezamos a dar
vueltas. Me orienté. Pensaba que mi casa debía quedar hacia el oeste, así es
que empecé a caminar en esa dirección. Todavía era temprano. El encuentro con
el aliado no llevó mucho tiempo. Al rato encontré un caminito, y entonces vi un
grupo de hombres y mujeres que venían hacia
mí. Eran indios. Me parecieron mazatecos. Me rodearon y preguntaron a donde iba.
Voy a mi casa, en Ixtlan- les dije
Andas perdido ? preguntó alguien.
Sí – dije-
¿porqué ?
Porque Ixtlan no queda para allá. Ixtlan está
para el otro lado. Nosotros vamos allí –dijo otro-.
Vente con nosotros! - dijeron todos- Tenemos comida !
Don Genaro dejó de hablar y me miro como si
esperara una respuesta.
Bueno ¿ qué pasó? –pregunté-
¿ se fue usted con ellos ?
No –dijo- Porque no eran reales. Lo supe de
inmediato, apenas se me acercaron. Había en sus voces, en su amabilidad algo
que los delataba, sobre todo cuando me pedían ir con ellos. Eché a correr. Me
llamaron y me rogaron que volviera. Las suplicas me perseguían, pero yo seguí
corriendo.
¿ Quienes eran? -pregunté-.
Eran como apariciones –explicó don Juan- Como
fantasmas.
Después de caminar un rato –prosiguió don
Genaro-, cobré más confianza. Supe que Ixtlan quedaba en la dirección que yo
llevaba. Y entonces vi dos hombres que venían hacia mi por el camino. También
parecían mazatecos. Tenían un burro cargado de leña. Pasaron junto a mi y
murmuraron:
Buenas tardes.
Buenas tardes ! -dije y seguí de frente. No me hicieron caso
y continuaron su camino. Disminuí el paso, y como si tal cosa me volví a
mirarlos. Ellos se alejaban sin preocuparse de mí. Parecían reales. Corrí tras
ellos gritando:
¡ Esperen, esperen !
Detuvieron al burro y se pararon uno a cada
lado del animal, como protegiendo la carga.
Estoy perdido en estas montañas –les dije- ¿
para donde queda Ixtlan?
Señalaron en la dirección que iban.
Usted está muy lejos –me dijo uno- Queda al
lado de esas montañas. Tardará usted cuatro o cinco días en llegar.
Luego dieron la vuelta y siguieron andando.
Sentí que eran indios de verdad, y les rogué que me dejaran ir con ellos.
Caminamos juntos un rato, y luego uno de ellos
sacó su bastimento y me ofreció de comer. Yo me quedé quieto. Había algo muy
extraño en la forma en que me ofrecía su comida. Mi cuerpo se asustó, de modo
que me eché para atrás y corrí. Los dos me dijeron que moriría en las montañas
sino iba con ellos, y trataron de convencerme para que volviera. También sus
ruegos eran muy extraños, pero yo corrí de ellos con toda mi fuerza.
Seguí andando.
Supe entonces que iba bien para Ixtlan y que esos fantasmas trataban de
apartarme de mi camino.
Encontré otros ocho; deben haber conocido que
mi desición era inflexible. Se pararon junto al camino y me miraban con ojos
implorantes. La mayoría no dijo una sola palabra, pero las mujeres eran más
audaces y me rogaban. Algunas me enseñaban comida y otras que se suponía
estaban vendiendo, como inocentes vendedoras al lado del camino. No me detuve
ni las miré.
Ya era muy tarde cuando llegué a un valle que
me pareció reconocer. Algo tenía de familiar. Pensé que había estado antes
allí, pero en tal caso me hallaba al sur de Ixtlán. Empecé a buscar puntos de
referencia para orientarme debidamente y corregir mi ruta, cuando vi un niño
indio que cuidaba de unas cabras. Tenía unos siete años y vestía como yo había
vestido a su edad. De hecho, me recordaba a mi mismo, cuando pastoreaba las dos
cabras de mi padre.
Lo observé un tiempo; el niño hablaba solo,
igual que yo entonces, y hablaba con sus cabras. Por lo que yo sabía de cuidar
cabras, el muchacho era de verdad bueno para eso. Era cabal y cuidadoso. No
mimaba a sus cabras, pero tampoco era cruel con ellas.
Decidí llamarlo. Cuando le hablé en voz alta,
se paró de un salto y corrió a un repecho y me espió escondido detrás de unas rocas. Parecía
dispuesto a correr por su vida. Me cayó bien. Parecía tener miedo, y sin
embargo halló tiempo para pastorear las cabras y quitarlas de mi vista.
Le hablé mucho rato; dije que andaba perdido que no sabía el
camino a Ixtlán. Pregunté el nombre del sitio donde estábamos y él dijo que era
el sitio que yo pensaba. Eso me hizo muy dichoso. Me di cuenta que ya no andaba
perdido y pensé en el poder que mi aliado debía tener para transportar todo mi
cuerpo en menos de un parpadeo.
Dí las gracias al niño y eché a caminar. Ël
salió como si tal cosa de su escondite y pastoreó sus cabras hacia una vereda que apenas se
notaba. La vereda parecía bajar al valle. Llamé al niño y no corrió. Caminé
hacia él, y cuando me acerqué demasiado, saltó al matorral. Lo felicité por su
cautela y empecé a hacerle preguntas.
¿ Para donde va esta vereda? –pregunté-.
Para abajo –dijo él-.
¿Dónde vives?
Allá abajo.
¿Hay muchas casas allá abajo?
No, nada más una.
¿Donde están las otras casas?
El niño apuntó para el otro lado de valle, con
indiferencia, como hacen los niños de su edad. Luego empezó a bajar la vereda,
con sus cabras.
Espera –le dije-. Estoy muy cansado y tengo
mucha hambre. Llévame con tus papás.
No tengo papás –dijo el niño, y eso me
sacudió. No sé porqué pero su voz me hizo titubear. El niño, notando mis dudas, se paró y volteó hacía mí.
–No hay nadie en mi casa- dijo-. Mi tio se fue y su mujer anda en los campos.
Hay bastante comida. Bastante. Ven conmigo.
Casi me puse triste. El niño era también un
fantasma. El tono de su voz y su ansiedad lo habían traicionado. Los fantasmas
estaban dispuestos a capturarme, pero yo no tenía miedo. Seguía aterido por el
encuentro con el aliado. Quise enojarme con el aliado o con los fantasmas, pero
por alguna razón no pude enojarme como antes, así que dejé de hacer el intento.
Luego quise entristecerme, porque el niñito me había caído bien, pero no pude,
así que también dejé eso en paz.
De pronto me di cuenta de que tenía un aliado
y nada podían hacerme los fantasmas. Seguí al muchacho por la vereda. Otros
fantasmas salieron veloces y trataron de hacerme caer en los precipicios, pero
mi voluntad era más fuerte que ellos. Deben
haberlo sentido, porque dejaron de molestar. Después de un rato, nada
más se quedaban parados junto a mi camino; de vez en cuando algunos me saltaban encima, pero yo los
detenía con mi voluntad. Y luego dejaron de molestarme en absoluto.
Don Genaro calló largo rato.
Don Juan me miró.
¿Qué ocurrió después de eso, don Genaro ?
–pregunté-.
Seguí caminando – respondió sin énfasis.
Al parecer había terminado su relato y no
había nada que deseara añadir.
Le pregunté por qué el hecho de que le
ofrecieran comida era indicativo de su condición de fantasmas.
No contestó. Inquirí más a fondo y quise saber
si, entre los mazatecos, era costumbre negar la comida, o preocuparse mucho por
asuntos alimenticios.
Dijo que el tono de las voces, la ansiedad por
llevárselo consigo, y la manera en que
los fantasmas hablaban de comida, eran indicaciones; y que él supo eso porque
su aliado lo ayudaba. Afirmó que, por sí solo, jamás habría notado esas
peculiaridades.
¿Eran aliados esos fantasmas, don Genaro?
–pregunté-.
No. Eran gente.
¿Gente? Pero usted dijo que eran fantasmas.
Dije que ya no eran REALES. Después de mi
encuentro con el aliado, ya nada fue real.
Guardamos silencio un rato largo.
¿Cuál fue el resultado final de aquella
experiencia, don Genaro ? –pregunté-.
¿Resultado final ?
Digo, ¿Cuándo y cómo llegó usted por fin a
Ixtlán?
Ambos echaron a reír al mismo tiempo.
Con que ese es para ti el resultado final
–comentó don Juan-. Digamos entonces que no hubo ningún resultado final en el
viaje de Genaro. Nunca habrá ningún resultado final. ¡ Genaro va todavía camino
a Ixtlán!
Don Genaro me miró con ojos penetrantes y
luego volvió la cabeza para observar la distancia, hacia el sur.
Nunca llegaré a Ixtlán –dijo-.
Su voz era firme pero suave, casi un murmullo.
Pero en mis sentimientos… en mis sentimientos
pienso a veces que estoy a un paso de llegar. Pero nunca llegaré. En mi viaje,
ni siquiera encuentro los sitios que conocía. Nada es ya lo mismo.
Don Juan y don Genaro se miraron. Había algo
muy triste en sus ojos.
En mi viaje a Ixtlán sólo encuentro viajeros
fantasmas -dijo suavemente don Genaro.
No entendí a lo que se refería. Miré a don
Juan.
Todos aquellos con los que Genaro se encuentra
en su camino a Ixtlán son nada más seres
efímeros –explicó don Juan-. Tú, por ejemplo. Eres un fantasma. Tus sentimientos y tu ansiedad son
los de la gente. Por eso dice que sólo encuentra viajeros fantasmas en su viaje
a Ixtlán.
De pronto me di cuenta de que el viaje de don
Genaro era una metáfora.
Entonces su viaje a Ixtlán no es real –dije-.
¡Es real! –repuso don Genaro-. Los viajeros NO
son REALES.
Señaló a don Juan con un movimiento de cabeza
y dijo enfáticamente:
Este es el único real. El mundo es real solo
cuando estoy con éste.
Don Juan sonrió.
Genaro te contaba su historia –dijo- porque
ayer paraste el mundo, y él piensa
que viste, pero eres tan tonto que tù
mismo no lo sabes. Yo le digo que eres un ser muy raro, y que tarde o temprano VERÁS. En todo caso en tu próximo encuentro con el
aliado, si acaso llega, tendrás que luchar con él y domarlo. Si sobrevives al
choque, de lo cual estoy seguro, pues eres fuerte y has estado viviendo como
guerrero, te encontrarás vivo en una tierra desconocida. Entonces como es
natural para todos nosotros, lo primero que querrás hacer es volver a Los
Angeles (Nota: en U.S.A ). Lo que dejaste allí está perdido para siempre. Para
entonces, claro, serás brujo, pero eso no ayuda; en un momento así, lo importante para todos nosotros es el hecho
de que todo cuanto amamos, odiamos, o deseamos ha quedado atrás. Pero los
sentimientos del hombre no mueren ni cambian, y el brujo inicia su camino a
casa sabiendo que nunca llegará, sabiendo que ningún poder sobre la tierra, así
sea su misma muerte, lo conducirá al sitio, las cosas, la gente que amaba. Eso
es lo que Genaro te dijo.
La explicación de don Juan fue como un
catalizador; el pleno impacto de la historia de don Genaro me golpeó
súbitamente cuando empecé a relacionar
el relato con mi propia vida.
¿Y las personas que yo quiero? –pregunté a don
Juan- ¿Qué les va a pasar?
Todas se quedarán atrás –dijo-.
¿pero no hay manera de recuperarlas ? ¿Podría
yo rescatarlas y llevarlas conmigo?
No. Tu aliado te llevará a ti solo, a mundos
desconocidos.
Pero yo podré volver a Los Angeles ¿no? Podría
tomar un autobús o un avión e ir allí. Los Angeles seguirá allí ¿no?
Seguro –dijo don Juan riendo-. Y también
Manteca y Temecula y Tucson.
Y Tecate –añadió don Genaro con gran
seriedad-.
Y Piedras Negras y Tanquitas –dijo don Juan,
sonriendo.
Don Genaro agregó más nombres y lo mismo hizo
don Juan; ambos se dedicaban a enumerar una serie de hilarantes e increíbles
nombres de ciudades y pueblos.
Dar vueltas con tu aliado cambiará tu idea del
mundo - dijo don Juan- . Esa idea es
todo, y cuando cambia, el mundo mismo cambia.
Me recordó que una vez le había leído un poema
y quizo que se lo recitara. Cito unas cuantas palabras y me acordé de haberle
leído unos poemas de Juan Ramón Jimenez. El que tenía en mente se titulaba “El
viaje definitivo”, Lo recité:
“… Y yo me iré.
Y se
quedarán los pájaros cantando;
y se quedará mi huerto, con su verde árbol,
y con su pozo blanco.
Todas las tardes, el cielo será azul y
placido;
y tocarán, como esta tarde están tocando,
las campanas del campanario.
Se morirán aquellos que me amaron;
Y el pueblo se hará nuevo cada año;
y en el rincón de mi huerto florido y encalado
mi espíritu vagará nostálgico…”
Ese es el sentimiento de que habla Genaro
–dijo don Juan-. Para ser brujo, hay que ser apasionado. Un hombre apasionado
tiene posesiones en la tierra y cosas que le son queridas, aunque sea nada más
que el camino por donde anda.
Lo que Genaro dijo en su historia es
precisamente eso. Genaro dejó su pasión en Ixtlán: su casa, su gente, todas las
cosas que le importaban. Y ahora vaga al acaso por aquí y por allá cargado de
sus sentimientos; y a veces, como dice, está a punto de llegar a Ixtlán. Todos
nosotros tenemos eso en común. Para Genaro es Ixtlán; para ti será Los Angeles;
para mi…
No quise que don Juan me hablara de sí mismo.
Hizo una pausa como si hubiera leído mi pensamiento.
Genaro suspiró y parafraseó los primeros
versos del poema.
Me fui. Y se quedaron los pájaros, cantando.
Durante un instante sentí que una oleada de
zozobra y soledad indscriptible nos envolvía a los tres. Miré a don Genaro y
supe que, siendo un hombre apasionado, debió haber tenido tantos lazos del
corazón, tantas cosas que le importaban y que sin embargo dejó atrás. Tuve la
clara sensación de que en ese momento la fuerza de su recuerdo iba a
precipitarse en talud, y que don Genaro estaba a punto del llanto.
Aparté con premura los ojos. La pasión de don
Genaro, su soledad suprema, me hacían llorar.
Miré a don Juan. Él me observaba.
Solo como un guerrero se puede sobrevivir en
el camino del conocimiento -dijo- porque el arte del guerrero es equlibrar EL
TERROR DE SER HOMBRE CON EL PRODIGIO DE SER HOMBRE.
Contemplé a los dos, uno por uno. Sus ojos
eran claros y apacibles. Habían invocado una oleada de nostalgia avasalladoray,
cuando parecían a punto de estallar en apasionadas lágrimas, contuvieron la
marea. Creo que por instante, vi . Vi la soledad humana como una ola
gigantesca congelada frente a mí, detenida por el muro invisible de la
metáfora.
Mi tristeza era tanta que me sentí eufórico.
Abracé a los dos.
Don Genaro sonrió y se puso de pie. Don Juan
también se levantó y colocó suavemente
su mano en mi hombro.
Fin