12 de septiembre de 2015

GENEROSIDAD

Vivía en Limache, y como era habitual salí a "patiperrear". Cargué mi mochila y me fui muy justo de dinero hasta Bulnes.  Mi costumbre siempre fue viajar en tren. Llevaba conmigo unos repuestos electrónicos que una persona de Bulnes tenía interés en comprar. El plan era venderlos a un buen precio y con el dinero continuar viaje hacia Valdivia, tenía amigos allí y cosas que hacer.
Descendí en la estación de Chillan de madrugada. Un frío terrible esa noche, la temperatura más baja del año: seis grados bajo cero. Tenía que esperar hasta las primeras horas de la mañana para tomar un bus hasta Bulnes, así es que me tragué el frío completamente, caminando de un lado a otro. La mochila en la espalda era el único calefactor disponible.

Llegué a Bulnes muy temprano. Todo estaba escarchado, tenía las manos amoratadas. No me resultó el “negocio” y después de permanecer dando vueltas por la ciudad regresé a Chillan. Tenía un conocido allí.  El tren de regreso a Santiago pasaba de madrugada así es que logré dilatar mi estadía hasta media noche en casa de este conocido. Llovía torrencialmente y granizos cayeron en varias oportunidades. Mi  anfitrión mandó a llamar un Taxi por teléfono, sin que yo lo supiera y a la media noche me esperaba en la puerta mientras continuaba lloviendo… y yo casi sin dinero. Así es que me despedí, me metí en el auto y antes de que comenzara su marcha le explique la situación al taxista.
-          Mi amigo lo mandó a llamar –le dije- sin saber que yo no disponía de dinero, así es que le ruego me disculpe,   bajo ahora mismo.
-          ¿Y por qué se subió entonces?  - dijo enojado-
-          Tengo el ego grande y no quería pasar vergüenza delante de él –le respondí-.
-          Este es un servicio de radio taxi,  tiene que pagar la carrera desde donde salí hasta aquí, por lo menos.

Nada más que decir, me bajé rápidamente mientras el taxista tocaba el timbre de la casa en donde había capeado el vendaval y me escabullí bajo los árboles de la alameda principal de Chillan Viejo.
Seguía lloviendo y a pesar de eso continuaba bajando la temperatura. Me costaba respirar.  Caminé hasta la estación de ferrocarriles mucha distancia. No recuerdo cuanto, iba mareado y preocupado. Al llegar vi a unos niños jugando a la pelota en el estacionamiento. Me acerqué al tablero de los itinerarios y valores de pasaje y observé que no me alcanzaba para regresar.  Era la una y media de la madrugada.
El amable boletero me explico que no podía venderme ningún pasaje más barato, porque aunque el lo quisiera, comenzaba a inaugurarse justo esa semana la venta en “línea”  por sistema computacional y al “sistema” no se le podía engañar.
Resumiendo: el valor del pasaje hasta Santiago era de 650 pesos en segunda clase, el tren pasaba a la tres a.m. También tenía la posibilidad de seguir al sur hasta Loncoche y de ahí caminar diez kilómetros hasta el pueblo donde vivía mi madre. El valor del pasaje era de 550 pesos. Yo solo tenía 450 pesos.

Hice lo que no había hecho jamás en la vida a pesar de todas mis pobrezas: pedir dinero en la calle...

Encontré muy poca gente a esa hora de la madrugada y cada una de las personas que les explique la situación me trató bastante mal. Ego herido y desaliento. Regresé a la estación de trenes con la intención de comprar un boleto hasta donde me alcanzara y caminar hasta llegar a algún destino, pero me fijé en uno de los niños que jugaba a la pelota. Esos niños esperaban los trenes que arribaban de madrugada y ayudaban a los viajeros a cargar bultos, maletas y objetos pesados hasta diversos lugares, como me enteré después. Llamé al niño – que no tenía más de 11 o 12 años- y le pedí 100 pesos explicándole el problema.
Sin dudarlo, se metió la mano al bolsillo y me regaló el dinero.

Compré el boleto hasta Loncoche, estaba cada vez más mareado… y el corazón apretado.
Escarbé en la mochila,  junté mis lápices y cuadernos, una pequeña radio a pilas y regresé donde mi benefactor y se los regalé.
-          Gracias –me dijo- se los daré a mi hermano chico para el colegio.
-          ¿Y tú no estudias?  -le dije-.
-          No, yo tengo que trabajar.

Me senté en el andén, ya no sentía los pies, pero vi los pies del niño maravilloso  parado frente a mí,   en sus manos tenía seis cigarros y dos bolsas pequeñas con galletas.

Me subí al último vagón  semi vacío. La calefacción mala. No podía llorar… me dolían los pulmones, creo. Lo vi allí tan diminuto y tan hombre despidiéndose...
Hasta pronto - le alcancé a decir-.